Miércoles 13 de agosto de 2025

Desde la bancada periodística: Deuda externa, el eterno enemigo

  • 29 de junio, 2020
Al Presidente de la Nación le tocó una pandemia y una deuda externa asfixiante que preanuncia un futuro de terror. Si una teoría del eterno retorno existiese, no podría hallarse mejor manera de ilustrarla que repasando la relación argentina con sus acreedores foráneos, un clavo en el zapato de los argentinos que reaparece periódicamente y

Al Presidente de la Nación le tocó una pandemia y una deuda externa asfixiante que preanuncia un futuro de terror.

Si una teoría del eterno retorno existiese, no podría hallarse mejor manera de ilustrarla que repasando la relación argentina con sus acreedores foráneos, un clavo en el zapato de los argentinos que reaparece periódicamente y condiciona todo proyecto de resurgimiento nacional.

La deuda en sí misma, como cualquier otra deuda, no necesariamente representa un caos. Los países más poderosos del mundo por lo general son también los más endeudados. Ocurre que para una Nación "en desarrollo" (eufemismo con el que se dio en llamar a los subdesarrollados), el endeudamiento es un condicionante dramático, que deriva en la pérdida de la real autonomía y en el sometimiento del pueblo a programas nefastos donde todos los engranajes del país quedan al servicio y merced de quienes brindaron asistencia financiera.

Las razones por las cuales organismos internacionales teóricamente dedicados a brindar ayuda terminan por oprimir como el más despiadado usurero, pueden ser motivo de análisis. Pero al cabo convendría analizar por qué, históricamente, Argentina cae en esas garras, incluso sabiendo lo que deparará el futuro. Una mirada crítica a esas decisiones asoma como más razonable a la actitud de victimizarse y canalizar frustraciones con expresiones de odio y rechazo a entidades como el FMI. ¿Acaso no fuimos a buscarlos, una y otra, y otra vez?

El problema de la deuda externa ha cobrado en esta coyuntura un peso extraordinario, porque al margen de la cuestión estrictamente sanitaria, después del coronavirus, reconstruir económica y productivamente al país será una labor titánica.

Hoy ya se sienten en múltiples formas los efectos colaterales de la "cuarentena" y para cuando esta etapa concluya -Dios sabe cuándo será-, la economía deberá repensarse virtualmente desde las ruinas, tanto en el área pública como privada.

En ese contexto, la resolución del conflicto por la deuda que a estas horas intenta negociarse y reestructurarse jugará un papel clave.

Hoy Argentina es por lejos el mayor deudor del Fondo Monetario Internacional, por obra y gracia de Mauricio Macri. Pero la deuda, concebida como la pesada cruz que cargan los argentinos, es en realidad muy anterior al macrismo: un estigma casi crónico.

Interminable camino

La deuda externa argentina comenzó poco después de que el país conquistara su independencia. Y desde allí se mantuvo, con la salvedad de algunos períodos de desendeudamiento. En las idas y vueltas, lógicamente, el panorama varió de la mano de crisis políticas e institucionales de la más variada índole.

La primera experiencia de endeudamiento se remonta a la época en que el ilustre Bernardino Rivadavia era ministro, y tomó el llamado Empréstito Baring Brothers, supuestamente para construir el puerto de Buenos Aires. La historia arrancó mal, ya que el compromiso fue por 2,8 millones de libras esterlinas y apenas llegaron algo más de 500.000, en letras de cambio. Algo bastante parecido a una estafa, que anticiparía la suerte de muchas operaciones futuras.

Ese préstamo se terminó de pagar 80 años después y en total se desembolsaron como devolución 23,7 millones de libras, gracias a los intereses establecidos.

Muchos gobiernos -incluido el poderoso Juan Manuel de Rosas- pagaron, refinanciaron y siguieron pagando aquella deuda, cancelada recién en 1903? Pero no se escarmentó. Es más, el vencedor de Rosas -Justo José de Urquiza- se endeudó también en dos millones de francos oro para su pelea contra Rosas.

La deuda de Rivadavia también pasó por manos de Bartolomé Mitre, quien transfirió los compromisos de la provincia de Buenos Aires a la Nación y además pidió otro préstamo (a los ingleses) para encarar la guerra con Paraguay. Fue otro fiasco, porque el trato fue por 2.5 millones de libras, y tras los descuentos apenas se giró 1.9 millón.

El gran Domingo Sarmiento también se endeudó con fines bélicos, para reprimir un levantamiento en Entre Ríos. Nicolás Avellaneda, nieto del primer gobernador catamarqueño, también lidió con deudas y cayó en una gran crisis. Y la salida siempre era pedir más, como lo hizo más tarde Julio Argentino Roca. No le fue mejor a Juárez Celman, quien también transitó su gestión hasta un colapso financiero.

Lo que estos mojones reflejan es que mientras la deuda original de Rivadavia crecía, se iban tomando más y más deudas, por entonces siempre de capitales británicos.

Carlos Pellegrini fue quien halló una salida y, aunque no lo logró, impulsó un proyecto para unificar todos los compromisos, señal de que veía muy bien el eje del problema.

En 1890, Argentina estuvo al borde del default: la mitad de los ingresos fiscales se gastaban en pagos. Pellegrini dijo que el país debía "honrar sus deudas" para no quedar aislado y logró un acuerdo razonable con los bancos.

Pasaron las presidencias de Manuel Quintana, José Figueroa Alcorta, Roque Sáenz Peña y Victorino de La Plaza, hasta que con Hipólito Yrigoyen la deuda otra vez se disparó, y ya no para solventar algún gasto puntual, sino para tapar déficits internos. Nada cambió con Marcelo T. de Alvear: crecieron la deuda externa y la influencia británica en las políticas locales.

El cambio más drástico llegó con Juan Domingo Perón. Allí, como nunca antes, Argentina dejó de ser un país deudor y se convirtió en acreedor. Debe decirse que no se trató de una estrategia mágica del general: sacó ventajas porque Europa se desangraba en la Segunda Guerra Mundial.

Pero ese status quo no duró mucho. La dictadura que derrocó a Perón volvió a pedir préstamos al exterior, y en 1958, al concluir la "Revolución Libertadora", la Argentina desanduvo su derrotero y había vuelto a ser país deudor.

Por entonces hubo un cambio clave: Inglaterra había perdido fuerza y ahora las arcas más poderosas estaban en Estados Unidos. Obediente con el más fuerte, Argentina se incorpora allí al FMI, paso que determinaría casi todo el futuro.

Lo que sigue es reiterativo década tras década. Comenzaron las misiones extranjeras para evaluar la marcha del país, llegó el Club de París, se sucedieron los gobiernos y la deuda externa, ya condicionante en todos los espectros, creció, creció y creció.

Entre los gobiernos de Héctor Cámpora, Juan Perón y María Estela Martínez de Perón (1973-1976), la deuda ascendió de 4.870 millones de dólares a 7.800 millones. Con la dictadura subió brutalmente hasta los 45.000 millones de dólares. Llegaría a 58.700 millones con Raúl Alfonsín y a 146.219 millones con Carlos Menem.

Políticas erráticas, manos atadas y números imposibles explotaron con Fernando De la Rúa y recién se estabilizaron años después, con un ordenamiento que permitió al kirchnerismo cancelar la histórica deuda con el FMI.

Durante los gobiernos de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015) se llevaron adelante dos canjes de deuda, en 2005 y 2010, y se canceló la totalidad del compromiso con el Fondo.

Último capítulo

Lo que resta es bien conocido. Mauricio Macri pagó 9.300 millones de dólares a los fondos buitre, que ganaron a costa de los argentinos un 1.180 por ciento sobre lo invertido, y Macri tuvo además la gentileza de pagar los honorarios de los estudios legales que representaron a dichos fondos.

El fiscal Federico Delgado calificó la operación como "el broche de oro de una gigantesca estafa al Estado Nacional".

En menos de un año de macrismo, el Estado Nacional, los estados provinciales y los bancos argentinos habían recibido US$ 40.000 millones en préstamos, con lo que la deuda pública quedaba en cerca de US$ 200.000 millones, lo que representaba casi el 30% del Producto Bruto Interno (PBI).

La frutilla del postre fue la solicitud de un préstamo al FMI, sí, otro más, ahora por 50.000 millones de dólares, el más grande de la historia del organismo. Tres meses después se lo incrementó a 57.100 millones de dólares, a los que se sumaron 5.650 millones de dólares del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

En ese escenario terminal asumió Alberto Fernández, quien encadenó rápidamente el problema de la pandemia y su devastador efecto en la economía.

La deuda externa, deuda eterna, enemigo inmortal que siempre vuelve a castigar al pueblo por malas decisiones de sus gobernantes.

Queda para el final solo una pregunta? ¿Es posible que la minería y sus recursos surjan como alternativa para escapar esta vez del laberinto? Quizás Fernández haya contemplado la posibilidad.

El Esquiú

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